Estuvimos hablando en la cocina hasta la alta noche;
la lámpara de aceite brillaba con suavidad
y los objetos, alentados por su quietud,
surgieron en medio de la oscuridad para decirnos
sus nombres: silla, jarra, mesa.
A medianoche, me invitaste a contemplar
el oscuro cielo de agosto, recorrido
por una explosión de estrellas.
El pálido resplandor de la noche infinita
temblaba encima de nosotros.
El mundo ardía en silencio,
un fuego blanco que lo envolvía todo,
ciudades, iglesias, pilas de heno con perfumes
de trébol y yerbabuena. Los árboles ardían
en sus copas, el viento, las llamas, el agua, el aire.
¿Por qué es tan silenciosa la noche, si los volcanes
mantienen los ojos abiertos y el pasado
es presente, amenazando, acechando
en su guarida, como el enebro o la luna?
Tus labios están fríos y la aurora
será un pañuelo en una frente enfebrecida.
La invención de la empatía
Hace 4 años