Desde su aparición en mis sueños fue, en cierto modo, mi perro.
Cuando de día no tengo perro y sí muchas fatigas, es bueno curarse de ellas con un cuzquito nocturno, que no exige de uno ni siquiera moverse de la cama. Sólo es necesario dormirse, con el deseo, que sería inútil expresar a nadie, de esas horas de holgorio -liviano e infantil, lo admito-, para que él se presente dispuesto a jugar o, con comprensión superior de perro, para acompañarme mansamente.
Si se me preguntara no sabría decir cómo es. Pero en sueños podría reconocerlo, infaliblemente, en medio de una jauría compuesta por hermanos idénticos a él. Es que, si bien fue un perrito evidente e indiscutible desde el primer momento, algo tiene que, cuando pienso en él, me sugiere que es distinto porque ha venido a mí paulatinamente, como en una integración demorada. Por esto resulta contradictorio su nombre: Reducido;
aunque le corresponda en relación con su físico. No es que se haya achicado, ni mucho menos que esté en proceso de reducción. Tampoco advierto -he aquí otra cuestión importante-, por más que observe, que crezca ni siquiera un poquito, siendo como es tan natural que los perros de corta edad se desarrollen casi de día en día, como cabría decir exagerando un tanto. Esto le da algunos caracteres de inmutabilidad que no me tienen tranquilo. Si Reducido, si mi Reducido, este perrito tan jovial, tan buen perro, es decir, tan buen amigo, no varía, es que tiene la fijeza de un sueño, nada más que de un sueño. Es, entonces, mi Reducido, como una persistente pesadilla, que vuelve siempre, igual, torturante, y aunque él no puede considerarse de ningún modo pesadilla me tiene el corazón sobresaltado, no en el momento en que se extingue, sino en el día,
por la probabilidad nunca desechable, de que en la noche no vuelva.
Por eso, admitiendo que sea un sueño, necesito que se traslade a mi vida despierta. Si lo es, tendré, en esta miserable vida mía, sin sol, aunque bajo el sol, un sueño. Si lo es, no tendré que temer la ausencia definitiva, una noche cualquiera, porque, pese a que nada ha hecho para que yo pueda juzgarlo así, puede ser inconstante y pasarse, con sus pasos de sombra, a los sueños de alguno de mis vecinos. Vivo, sobre la tierra, es indiscutible, puede morir. Pero pensaré en su muerte como en la mía: pensaré que es algo que no viene, aunque se desee, si no se busca de frente.
Ya he conversado con Reducido. Le confesé, francamente, mis inquietudes, que quizás antes no se le escapaban, porque es muy perspicaz, muy avisado. Le pedí que se apee de la noche y venga. Me pidió él que no le exigiera la respuesta hasta la noche de ayer. Su respuesta no responde directamente a mi pedido. Me contesta que sí, que le gusta ser mi perro y podemos pasar juntos más tiempo; pero a su vez, me propone algo que también me obliga a diferir la respuesta, hasta pensarla bien.
Esta noche debo contestarle. No faltan muchas horas y he de resolver, siendo, como es, tan difícil decidir sobre lo que Reducido quiere. Porque lo que Reducido quiere es que yo me vaya con él, es decir, que yo me vaya con él a los sueños.
Antonio Di Benedetto. Mundo animal (1953)
La invención de la empatía
Hace 4 años
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